Con los nombramientos de autoridades en este gobierno, profesiones como ingeniero y médico están perdiendo prestigio, pero la más dañada es la de profesor. Eso, porque se ha hecho evidente que ser maestro no es más la garantía de capacidad y honradez por la que mucha gente del pueblo votó.
¿Es malo que un profesor de primaria sea presidente? Al contrario, es hasta deseable que lo sea, porque un profesor debería entender mejor que nadie las necesidades de las familias y, con el entorno adecuado, podría ser muy productivo. Pero el problema es que los profesores que hoy nos dirigen –el presidente y muchos de sus ministros, secretarios o prefectos– tienen niveles de formación moral, técnica y/o inteligencia tan básicos que imposibilitan una buena labor. No es que sean malas autoridades por ser profesores; lo son, en gran parte, porque no son buenos profesores.
El problema sería temporal si no ocurriera que esos malos funcionarios pueden influir en el futuro de la profesión. Así, para evitar competidores mejor formados, que hagan más evidente su incapacidad, se oponen a mejoras como las de la Sunedu, ofrecen ingreso libre a las universidades y boicotean los exámenes de evaluación de los docentes. Además, exigen que se bajen los sueldos de los puestos más altos del sector (nunca los suyos), evitando que atraigan a los profesionales capaces. Todo porque saben que solo pueden reinar si generan una tierra de ciegos.
¿Quién pierde con esa forma de actuar? Primero, pierden los buenos profesores, esos que tienen vocación y deseo de superación, que ven disminuir la calidad, la remuneración y el prestigio de su profesión. Y, sobre todo, pierde el país, que hipoteca su futuro con maestros desmotivados o poco capaces, que producen generaciones de jóvenes cada vez menos preparados.
¿Cómo resolver el problema? Más allá de discursos, con acciones concretas de los tres grupos implicados. Primero, de los buenos profesores, que hay muchos, que deslinden y protesten públicamente contra estos atentados a su profesión, como lo hizo el Colegio Médico sobre el ministro de Salud. Segundo, de los padres de familia, que exijamos que se cumpla el proceso de selección y evaluación de los maestros de nuestros hijos, cuyo trabajo pagamos con nuestros impuestos. Tercero, del Estado, que le reconozca a la profesión el valor económico que tiene, con sueldos competitivos a otras profesiones, que atraigan a los mejores jóvenes, como ocurre en los países desarrollados.
Solo si todos nos esforzamos en devolverle al magisterio el atractivo que corresponde a su importancia para la sociedad, tendremos un futuro promisorio. Ese que hoy la mala palabra de algunos maestros está ayudando a destruir. Que tengan una buena semana.
Rolando Arellano C.
Presidente de ARELLANO y profesor en Centrum Católica
Artículo completo en El Comercio